Por Carlos Cova
A Sabana Grande me llevaban a comer helado en “Castellino”, un expendio que contaba ya con bastante tradición. Lo recuerdo como un lugar abierto, con pocas mesas, cuya parca decoración contrastaba con la vistosidad de sus magníficos sorbetes. Me llevaban mis padres, digo, aunque entonces debían ejercer sobre todo el rol de oficiantes rituales.
En aquel tiempo, Caracas se abría para mí desde la Calle Real de Sabana Grande, proponiéndose en perspectiva oeste hasta más allá de las torres de Parque Central, confines geográficos que conocería años después. Mientras tanto, esas cuadras plagadas de estímulos visuales, olfativos y gustativos constituían un plan recurrente en las rutinas con que unos padres bien dispuestos agotaban los fines de semana de sus tres incansables vástagos.
Seguí volviendo en familia, solo y mal acompañado en los siguientes treinta años, durante los cuales fui testigo del nacimiento, muerte y resurrección de su más famoso hito urbano: el bulevar de Sabana Grande.
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En las grandes metrópolis las referencias arquitectónicas son los auténticos jalones del progreso, baremo que recoge las marcas de crecimiento de la ciudad y sus habitantes. En Caracas, durante muchos años, el bulevar de Sabana Grande conformó el diapasón que afinaba el ritmo de sus peatones, la vara que medía su temple, el termómetro que leía su calidez. Fue en ese paseo donde los caraqueños fueron siempre más abiertamente caraqueños.
Yo me anclaba al suelo agarrándome de sus adoquines sueltos, como intuyendo el naufragio que habría de venir. Crecí entendiéndome con sus trasversales, comerciando con sus mercaderes persas, divirtiéndome con los ingenuos trucos de sus volatineros. Aprendí a querer ese espacio como a una novia –aún antes de tenerla–, con sus defectos y sus virtudes.
Pero el bulevar se fue haciendo pequeño. O yo grande. Y entonces fui cómplice de un abuso practicado colectivamente. No quise mirar cuando entre todos lo hicimos desaparecer, como el último acto de un mago suicida.
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Y así como sucumbió, renació. Obstinadamente, ese espacio hoy liberado de tanta malquerencia vuelve a medirnos. Qué somos, qué aprendimos durante su ausencia. El bulevar de Sabana Grande tiene un lugar en mi corazón, mucho más grande de lo que sospechaba. Allí, tranquilamente, cabría un adoquín.
(21-7-11)
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